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¿Dejaremos morir a Gaza?
Por María Landi
Uno de los mayores experimentos con seres humanos que se han llevado a 
cabo en el mundo
se está realizando justo ante nuestros ojos, y el mundo permanece en 
silencio.  Gideon Levy
A menos de una hora de la moderna, playera y cosmopolita ciudad de Tel 
Aviv, Israel ha convertido otro enclave costero en una inmensa prisión 
de 360 kilómetros cuadrados. Allí sobreviven encerradas dos millones de 
personas (en su gran mayoría jóvenes y niñas/os) cuyo único delito es 
ser palestinas.
El carcelero controla cada uno de sus movimientos, nacimientos y 
decesos, decide quién entra y sale ocasionalmente de la prisión, y hasta 
cuántas calorías diarias necesitan para no morir o qué niveles de aguas 
contaminadas o residuales pueden tolerar sin que se desate una epidemia 
generalizada. También, como la población prisionera tiene la mala 
costumbre de reproducirse, periódicamente el carcelero bombardea la 
prisión durante varias semanas, provocando la muerte de algunos miles, 
dejando a otros varios miles con lesiones permanentes y destruyendo la 
poca infraestructura civil que queda en pie desde el ataque anterior 
−sin permitir reconstruirla.
La prisión se llama Gaza, y al cumplirse este mes tres años del último 
ataque al que fue sometida con bombardeos masivos durante 51 días 
ininterrumpidos –dejando un saldo de 2200 personas muertas (550 de ellas 
menores de edad) y más de 11.000 heridas o mutiladas−, está atravesando 
su peor crisis energética, sanitaria y humanitaria.
En 2015, la UNCTAD advirtió de que Gaza será inhabitable hacia 2020. 
Pero un nuevo informe dado a conocer este mes por el Coordinador de 
Asuntos Humanitarios de la ONU en Palestina muestra que ya se estaría 
llegando a ese límite.
Esta situación no se debe a una catástrofe natural, o a falta de 
recursos humanos para hacerle frente. La población de Gaza es altamente 
educada, sus jóvenes suelen tener más de un título universitario y 
hablan varios idiomas. Ese diminuto territorio tiene tres universidades 
y está lleno de profesionales que no saben qué hacer con sus diplomas y 
su tiempo vacío, porque no hay trabajo ni posibilidades de salir a 
buscarlo fuera de la Franja.
Tampoco se debe solamente a la destrucción causada por el último ataque 
israelí (más de 20.000 viviendas y la infraestructura básica para 
generar electricidad, agua potable y saneamiento), ni al total 
incumplimiento por parte de Israel (y de su aliada la ‘comunidad 
internacional’, que nunca le pide cuentas) de los acuerdos que sellaron 
el alto al fuego en agosto de 2014, relativos a la reconstrucción y el 
alivio de las condiciones de vida de la población gazatí. Es ante todo 
el resultado de diez años de férreo bloqueo por aire, tierra y mar 
impuesto por Israel en 2007, cuando Hamas se hizo con el control de la 
Franja, después de haber ganado las elecciones legislativas palestinas 
en 2006.
En América Latina tenemos siempre presente el bloqueo económico de 
décadas que Estados Unidos impuso a Cuba, y no nos cansamos de ponderar 
la enorme creatividad y resiliencia del pueblo cubano para enfrentarlo. 
Qué no decir de esas cualidades en la población de Gaza, que además de 
las infinitas carencias cotidianas es bombardeada e invadida cada dos 
años por aire y tierra, sin tener adónde huir, por una potencia nuclear 
y militar que recibe el apoyo del ejército más poderoso del mundo.
Créanme que el bloqueo impuesto a Cuba es un picnic comparado con el 
inhumano cerco impuesto a Gaza por un enemigo poderoso que no está a 
pocas millas de mar, sino metido hasta en tu hogar, decidiendo si puedes 
vivir y con quién, de quién puedes enamorarte o no, si tu vivienda (o la 
de tus vecinas, o tus parientes) va a ser destruida por un misil, o 
matando a tu marido o a tus hijos cuando salen a pescar o a plantar, o 
dejando que tu mujer muera de cáncer sin poder tratarse, o tu bebé 
prematuro se asfixie cuando la incubadora deje de funcionar por falta de 
electricidad o de combustible para alimentar el generador que la 
mantiene.
Una generación entera de gazatíes ha crecido sin conocer lo que es tener 
electricidad las 24 horas del día, debido al funcionamiento deficitario 
de la única planta de energía eléctrica, que en cada nuevo ataque se 
convierte en blanco de las bombas israelíes, y que resultó 
particularmente dañada en 2014. Gaza necesita unos 400 MW de energía, 
pero debido a la baja producción de su planta (unos 70-80 MW), a los 
constantes recortes del suministro que recibía de Israel (120 MW) y de 
Egipto (30 MW) y a las restricciones impuestas al ingreso de 
combustible, la población ha estado viviendo sin electricidad durante 
ocho o más horas al día desde hace años.
La crisis energética se ha extendido hasta incluir el gas para cocinar, 
pues en febrero Israel redujo a la mitad su suministro. Además de las 
aguas residuales que son vertidas al mar sin tratamiento, y del agua que 
no puede ser potabilizada, la falta de energía también hace imposible 
bombear agua hacia las viviendas de los edificios de altura. En mayo la 
Cruz Roja Internacional alertó de otra “crisis inminente” en el sector 
sanitario de Gaza debido a la falta de electricidad, y dijo que Gaza 
estaba al borde de “un colapso sistémico”.
Pero esta ya difícil situación se agravó dramáticamente el mes pasado, 
cuando el gobierno israelí, accediendo a un pedido de la Autoridad 
Nacional Palestina (que decidió dejar de pagarle la energía destinada a 
Gaza) cortó el ya insuficiente suministro eléctrico, dejando a la gente 
con dos a tres horas de electricidad al día −en un verano en el que las 
temperaturas están arriba de los 40 grados.
Israel es sin duda el principal responsable de la actual crisis, pero no 
es el único. La población de Gaza está siendo rehén de la eterna disputa 
política entre los rivales Fatah (que controla la ANP, asentada en 
Cisjordania) y Hamas, que controla Gaza. Una disputa que ciertamente 
Israel se ha encargado de aceitar por todos los medios posibles. Ahora 
la ANP de Mahmud Abbas parece decidida a golpear a Hamas a cualquier 
precio, y no le importa sumir a dos millones de compatriotas en la 
desesperación. A principios de año anunció un recorte severo (entre 30 y 
70 por ciento) en los salarios de sus funcionarios asentados en Gaza; un 
duro golpe para una economía estrangulada por el bloqueo que necesita 
vitalmente del consumo interno, con un desempleo de 60 por ciento y 80 
por ciento de la población viviendo de la ayuda humanitaria. En abril 
Abbas también anunció que reestablecería los impuestos al combustible 
destinado a la Franja; ello resultó en que Hamas no pudiera pagarlos, 
por lo cual la planta local dejó de funcionar y Gaza quedó recibiendo 
solo los 120 MW de Israel, que ahora también se cortaron.
En la unidad de cuidados intensivos del hospital infantil Al Rantisi, 
los pequeños están conectados a respiradores que solo pueden funcionar 
unas pocas horas al día. Sus vidas dependen de un generador, que a veces 
se estropea. El Dr. Mohammed Abu Sulwaya, director del hospital, 
califica la situación como catastrófica. Bara Ghaben, Ibrahim Tbeil y 
Mus’ab Araeer, menores de un año, y Yara Ismail, de tres, sufrían de 
insuficiencia cardíaca congénita. Están entre los 16 pacientes que 
murieron recientemente esperando el permiso para ser trasladados a 
hospitales fuera de Gaza donde podrían salvar sus vidas. Las solicitudes 
son tramitadas ante Israel por la ANP, que −como parte de su guerra 
contra Hamas− desde abril está demorándolas o ignorándolas. Según 
Médicos/as por los DD.HH., más de 1600 gazatíes están esperando traslado 
médico.
Abbas, un ‘Presidente’ al servicio de sus ocupantes, cuyo mandato legal 
terminó en 2009 y no tiene autoridad real ni moral (según reiteradas 
encuestas, más del 60 por ciento quiere su renuncia), espera con estas 
medidas que la población de Gaza se rebele contra Hamas. Y también 
quiere castigar a su rival que, en una búsqueda desesperada de apoyos 
externos para superar la crisis insostenible de Gaza, ha decidido 
aliarse con su antiguo enemigo Mohammed Dahlan, ex hombre fuerte de 
Fatah pero hoy rival de Abbas. Dahlan –que en 2007 fue el operador de 
Abbas para intentar derrotar a Hamas en Gaza− es el favorito del 
‘cuarteto árabe’ (Egipto, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y 
Jordania) para suceder a Abbas.
Esta movida insólita se explica también porque las sanciones impuestas a 
Qatar por Arabia Saudita y sus aliados han dejado a Hamas en un 
aislamiento aún mayor: Qatar era hasta ahora el único apoyo externo que 
le quedaba, y su contribución a la reconstrucción de Gaza fue 
fundamental desde 2014. Dahlan, que tiene muy buenas relaciones con los 
países del Golfo, puede gestionar ayudas que Hamas necesita 
desesperadamente. A su vez, el acuerdo incluiría que Egipto suministre 
combustible a Gaza y abra el paso de Rafah, también vital para aliviar 
el bloqueo. A cambio, el régimen de Al-Sissi espera que Hamas lo ayude a 
combatir a los grupos yihadistas que operan en el Sinaí.
El Primer Ministro israelí Benjamín Netanyahu dijo que la decisión de 
cortar el suministro eléctrico a Gaza es fruto de “un conflicto interno 
entre palestinos”. Pero Amnistía Internacional, Human Rights Watch y 16 
organizaciones de derechos humanos le recordaron a Israel que, según el 
Derecho Internacional, como potencia ocupante tiene obligaciones 
directas e irrenunciables hacia la población ocupada, y dejarla sin 
suministro eléctrico constituye un crimen de guerra.
La población de Gaza agoniza ante la indiferencia y complicidad de 
gobiernos, medios y organismos internacionales, que están permitiendo 
este castigo colectivo; y que siguen presentando la resistencia de un 
pueblo oprimido como “terrorismo”, haciendo suya la narrativa del 
agresor. No importa que los judíos encerrados en el gueto de Varsovia 
también construyeran túneles y resistieran con armas a los nazis, ni que 
todos los pueblos oprimidos del mundo hayan resistido por todos los 
medios a su alcance, aun en condiciones de gran asimetría. Culpar a las 
víctimas es el recurso favorito de los opresores y sus cómplices. Y 
cuando se trata de Israel, todo vale para garantizar que siga siendo el 
guardián de los intereses occidentales en una región estratégica.
Gaza es un laboratorio de pruebas donde Israel experimenta desde su 
moderno y sofisticado armamento (que luego nos vende con el valor 
agregado “probado en terreno”) hasta cuánto puede resistir un grupo 
humano hacinado, hambreado y encerrado en un pequeño pedazo de tierra 
sin energía eléctrica, sin agua potable, sin saneamiento, sin 
combustible, sin medicamentos, sin equipamiento hospitalario, sin 
economía funcionando, sin trabajo, sin presente y sin futuro.
“Gaza se está muriendo, lentamente”, escribió estos días el periodista 
israelí Gideon Levy. “Su sufrimiento no le importa a nadie en otras 
partes del mundo. Ni en Washington, ni en Jerusalén, ni en El Cairo, ni 
siquiera en Ramala. Es increíble que a nadie le preocupe que dos 
millones de personas hayan sido abandonadas a la oscuridad de la noche y 
al calor sofocante de los días de verano, sin ningún sitio a donde ir y 
sin esperanza.”
Pero los pueblos tenemos la palabra y podemos −debemos− pasar a la 
acción para no dejar solo al pueblo de Gaza y del resto de Palestina, 
que se niega a ser borrado de la faz de la tierra. Como dijo hace tiempo 
Nelson Mandela: “Sabemos demasiado bien que nuestra libertad es 
incompleta sin la libertad de las y los palestinos”, y como 
recientemente agregó el gran periodista John Pilger: “Al entender la 
verdad y los imperativos del internacionalismo, y al rechazar el 
colonialismo, entendemos la lucha de Palestina”.