*Ya se aprecia claramente que las máquinas que imitan al hombre están 
usurpando todas las facetas de la vida cotidiana y que tales máquinas 
están forzando a la gente a comportarse como ellas. Los nuevos 
artificios electrónicos tienen, por cierto, el poder de forzar a la 
gente a "comunicarse" con ellos y entre sí en los términos de la 
máquina. Todo aquello que estructuralmente no se adapte a la lógica de 
las máquinas es efectivamente "depurado" de una cultura dominada por el 
uso de éstas.*
El comportamiento maquinal de la gente encadenada a la electrónica 
constituye una degradación de su bienestar y su dignidad, lo cual, para 
la gran mayoría y a largo plazo, se ha de tornar intolerable. Las 
observaciones del efecto degradador de los entornos programados 
demuestran que en ellos las personas devienen insolentes, impotentes, 
narcisistas y apolíticas. El proceso político se resquebraja debido a 
que la gente deja de ser capaz de gobernarse a sí misma; pide ser conducida.
Japón es tenido por la capital de la electrónica; sería maravilloso si 
se tornase, para todo el mundo, en el modelo de una nueva política de 
autolimitación en el área de las comunicaciones, lo cual, en mi opinión, 
será de aquí en adelante muy necesario si un pueblo desea permanecer 
autogobernado.
La conducción electrónica como evento político puede considerarse desde 
diversas perspectivas. Propondría, al comienzo de esta consulta pública, 
intentar una aproximación al tema desde la ecología política. Durante la 
última década la ecología ha adquirido un nuevo significado. Es aún el 
nombre de una rama de la biología profesional, pero ese término sirve 
cada vez más para designar a un público general amplio y políticamente 
organizado que analiza e influye sobre las decisiones técnicas. Pretendo 
concentrarme sobre los nuevos hallazgos para la gestión electrónica como 
sinónimo de un cambio técnico del medio ambiente humano que, para ser 
benigno debe permanecer bajo control político (y no sólo de los expertos).
Distinguiré al medio ambiente como bien común del medio ambiente como 
riqueza. De nuestra habilidad para hacer esta particular distinción 
depende no solo la construcción no sólo de una teoría ecológica sensata, 
sino también de una efectiva jurisprudencia ecológica.
Se debe señalar la distinción entre los bienes comunales dentro de los 
que se enmarcan las actividades para la subsistencia de la gente, y las 
riquezas de la tierra (los recursos naturales) que sirven para la 
producción económica de aquellas comodidades sobre las que se asienta la 
vida actual. Si fuese un poeta, quizá pudiese hacer esta distinción de 
manera hermosa e incisiva para que llegase a vuestros corazones y 
permaneciese inolvidable.
Desafortunadamente, no soy un poeta japonés. Debo dirigirme a vosotros 
en inglés, un lenguaje que durante los pasados cien años ha perdido la 
habilidad para hacer tal distinción.
"Commons" es una palabra del inglés antiguo. Según mis amigos japoneses, 
está bastante próxima al significado que "iriai" tiene aún en japonés. 
"Commons", como "iriai", es un término que en la época preindustrial era 
usado para designar ciertos aspectos del entorno. La gente llamaba 
comunales a aquellas partes del entorno que quedaban más allá de los 
propios umbrales y fuera de sus posesiones, por las cuales -sin embargo- 
se tenía derechos de usos reconocidos, no para producir comodidades sino 
para contribuir en el aprovisionamiento de las familias. La ley 
consuetudinaria que humanizaba el entorno al establecer los bienes 
comunales era, por lo general, no-escrita. No era una ley escrita no 
sólo porque la gente no se preocupó en escribirla, sino porque lo que 
protegía era una realidad demasiado compleja como para determinarla en 
párrafos. La ley de bienes comunales regulaba el derecho de paso, de 
pesca, de caza, de pastoreo y el de recolectar leña o plantas 
medicinales en los bosques.
Un roble podía ser parte de los bienes comunales. Su sombra, en verano, 
estaba reservada al pastor y su rebaño; sus bellotas estaban reservadas 
para los cerdos de los campesinos próximos; sus ramas secas servían de 
combustible para las viudas de la aldea; en primavera, algunas de sus 
ramas jóvenes eran usadas para ornar la iglesia y al atardecer podía ser 
el sitio elegido para la reunión de aldeanos. Cuando la gente hablaba de 
bienes comunales, "iriai" designaba un aspecto del entorno que era 
limitado, que era necesario para la supervivencia de la comunidad, que 
era necesario para diversos grupos de maneras diferentes, pero que -en 
un sentido económico estricto- no era entendido como escaso.
Cuando hoy, en Europa, utilizo ante estudiantes universitarios el 
término "commons" (en alemán Almende o Gemenheit, en italiano gli usi 
civici) mis oyentes piensan de inmediato en el siglo XVIII.
Piensan en aquellas praderas de Inglaterra en las que los aldeanos 
tenían unas pocas ovejas cada uno, y piensan también en el "cercado de 
los campos de pastoreo" que transformó las praderas comunales en 
recursos donde criar grandes rebaños con fines comerciales. En primera 
instancia, no obstante, los estudiantes piensan en la nueva pobreza que 
ese cercamiento trajo aparejada: el empobrecimiento absoluto de los 
campesinos que fueron forzados a abandonar las tierras en pos de un 
trabajo asalariado; piensan, por último, en el enriquecimiento comercial 
de los señores, los lores.
En su inmediata reacción, los estudiantes piensan en el surgimiento de 
un nuevo orden capitalista. Al confrontarse con esa dolorosa novedad, 
olvidan que ese cercamiento trajo implícito algo más básico aún. Las 
valles en torno a los bienes comunales inauguraron un nuevo orden 
ecológico. El cercamiento no sólo transfirió el control de los campos de 
pastoreo de los campesinos al señor; también marcó un cambio radical en 
las actitudes de la sociedad frente al entorno natural. Anteriormente, 
en cualquier sistema jurídico, la mayor parte del entorno había sido 
considerada como bien comunal, con el que la mayoría de la gente podía 
abastecer sus necesidades básicas sin tener que recurrir al mercado. 
Después del cercamiento, el entorno natural se tornó principalmente una 
riqueza al servicio de "empresas" que, al organizar el trabajo 
asalariado, transformaron la naturaleza en aquellos bienes y servicios 
de los que depende la satisfacción de las necesidades de los 
consumidores. Esta transformación está en el punto ciego de la economía 
política.
Este cambio de actitudes puede ilustrarse mejor si pensamos en las 
calles en vez de considerar las áreas de pastoreo. ¡Qué enorme 
diferencia vemos en los barrios de la ciudad de México durante los 
últimos veinte años! Entonces las calles de los barrios eran realmente 
bienes comunales. Alguna gente utilizaba la calle para vender hortalizas 
y carbón de leña. Otros colocaban sus sillas en las aceras para beber 
café o tequila. Otros se reunían en la calle para decidir quién sería el 
nuevo representante del vecindario, o para determinar el precio de un 
asno. Otros conducían a sus asnos por entre la multitud, caminando 
próximos a sus bestias de carga; otros montaban en sus sillas. Los niños 
jugaban en las zanjas y, aún así, los caminantes podían usar la calle 
para ir de un sitio a otro.
Tales calles no fueron construidas por la gente. Como cualquier otro 
bien común, la calle misma era el resultado de la gente que allí vivía y 
tornaba habitable ese espacio. Las viviendas que franqueaban las calles 
no eran hogares privados en el sentido moderno: garajes para el depósito 
nocturno de los trabajadores. El umbral aún separaba dos espacios 
vivientes, uno íntimo y otro común. Pero ni los hogares en su sentido 
íntimo ni las calles como bienes comunales sobrevivieron al crecimiento 
económico.
En los nuevos barrios de Ciudad de México las calles ya no son para la 
gente. Son ahora carreteras para coches, para autobuses, para taxis y 
camiones. La gente es difícilmente tolerada en las calles a menos que se 
dirija hacia la parada de autobuses. Si ahora la gente se sentase o 
detuviese en las calles sería un obstáculo para el tránsito, y el 
tránsito sería peligroso para quien así lo hiciere. La calle ha sido 
degradada de un bien comunitario a un simple recurso para la circulación 
de vehículos. La gente ya no puede circular por sus espacios. El 
tránsito ha desplazado su movilidad. Sólo puede circular cuando está 
precintada y se la traslada.
La apropiación de los campos de pastoreo por parte de los señores fue 
desafiada, pero la más fundamental transformación de esas áreas (y de 
las calles) de bienes comunales a recursos, aconteció -hasta hace muy 
poco---sin ser objeto de crítica. La apropiación del entorno por la 
minoría fue claramente reconocida como un abuso intolerable. En 
contraste, la aún más degradante transformación de las personas como 
miembros de una fuerza de trabajo industrial en consumidores fue tomada 
--hasta hace poco- como algo natural. Durante casi cien años la mayoría 
de los Partidos Políticos se negaron a admitir la acumulación de los 
recursos naturales en manos privadas. Sin embargo, este cuestionamiento 
se concentró en la utilización privada de esas riquezas, sin distinguir 
lo que sucedía con los bienes comunales. De tal modo ha sido así que aun 
los políticos anticapitalistas han reforzado la legitimidad de esta 
transformación de los bienes comunes en recursos.
Sólo muy recientemente, en la base de la sociedad, un nuevo tipo de 
"intelecto popular" ha comenzado a reconocer lo que ha estado 
aconteciendo. El cercamiento le ha negado a la gente el derecho a esa 
clase de entorno en el cual -a lo largo de toda la historia- se había 
fundamentado la economía moral de la subsistencia. El cercamiento, una 
vez aceptado, redefine la comunidad; socava la autonomía local de la 
comunidad. El cercamiento de los bienes comunales favorece tanto los 
intereses de los profesionales y burócratas estatales como los de los 
capitalistas. El cercamiento permite al burócrata definir la comunidad 
local como un ente incapaz de proveerse de lo necesario para su propia 
subsistencia. Las personas se tornan individuos económicos que dependen 
para su supervivencia de las comodidades producidas para ellos. 
Fundamentalmente, gran parte de los movimientos ciudadanos representan 
una rebelión contra esta inducida redefinición de la gente como 
consumidores.
Deseabais oírme hablar sobre electrónica, no sobre campos de pastoreo y 
calles. Pero soy un historiador; quise hablar primero sobre los bienes 
comunales del pasado, según los conocía, para luego decir algunas cosas 
sobre la presente y mucho mayor amenaza contra los bienes comunales por 
parte de la electrónica.
Quien os habla es un hombre que nació hace 55 años en Viena. Un mes 
después de su nacimiento fue subido a un tren y luego a un barco que lo 
llevó a la isla de Brac. Allí, en una aldea de la Costa Dálmata, su 
abuelo deseaba bendecirlo. Mi abuelo vivía en la casa en la que su 
familia había vivido desde la época en que los Muromachi gobernaban 
desde Kyoto. Desde aquella época muchos habían sido los gobernantes de 
la Costa Dálmata: el Dux de Venecia, los sultanes de Estambul, los 
corsarios de Almissa, los emperadores de Austria y los reyes de 
Yugoslavia. Pero todos estos cambios en el uniforme y el lenguaje de los 
gobernantes, poco habían alterado la vida cotidiana durante los 500 años 
anteriores. Las mismas vigas de olivo soportaban aún el techo de la casa 
de mi abuelo. El agua se recogía en las mismas losas de piedra sobre el 
techo. El vino era prensado en las mismas cubas, el pescado cogido desde 
el mismo tipo de embarcaciones y el aceite provenía de los árboles 
plantados cuando Edo estaba naciendo.
Mi abuelo recibía las noticias dos veces al mes. Cuando yo nací, para la 
gente que vivía alejada de las rutas principales, la historia aún fluía 
lenta, imperceptiblemente. Gran parte del entorno era aún un bien común. 
La gente vivía en las casas que ella misma había construido; se 
desplazaba por caminos que habían sido apisonados por el paso de sus 
propios animales: era autónoma en la obtención y el aprovechamiento de 
las aguas; dependía tan sólo de su voz cuando deseaba hablar alto. Todo 
cambió con mi llegada a Brac.
En el mismo barco en el que yo llegué en 1926, arribaba el primer 
altavoz a la isla. Muy poca gente allí había oído hablar de tal cosa con 
anterioridad. Hasta aquel día, hombres y mujeres habían hablado con 
voces más o menos igualmente potentes. En adelante todo eso cambiaría. 
En adelante el acceso al micrófono determinaría qué voces serían las 
amplificadas. El silencio había dejado de ser un bien común; se tornó un 
recurso por el que habrían de competir los altavoces. De este modo el 
lenguaje en sí pasó a ser de un bien común local a un recurso nacional 
para la comunicación. Así como el cercamiento por parte de los señores 
incrementó la productividad nacional mediante la negación al campesino 
para que criase unas pocas ovejas, así la usurpación provocada por los 
altavoces ha destruido ese silencio que durante toda la historia le 
había otorgado a cada hombre y mujer su propia voz. Al menos que tengáis 
acceso a un altavoz, estáis silenciados.
Espero que el paralelismo sea visible ahora. Así como los bienes 
comunales de espacio son vulnerables y pueden ser destruidos por la 
motorización del tránsito, así también los bienes comunales de expresión 
son vulnerables y pueden ser fácilmente destruidos por la usurpación que 
de ellos ejercen los modernos medios de comunicación.
El tema que propongo debería ya estar claro: cómo oponerse a la 
usurpación -que realizan los nuevos artificios y sistemas electrónicos- 
de aquellos bienes comunales más sutiles y más íntimos a nuestro ser que 
los campos de pastoreo y las calles. El silencio, tanto según la 
tradición occidental como la oriental, es necesario para que surja la 
persona. Nos lo arrebatan las máquinas que nos imitan. Fácilmente nos 
podemos tornar cada vez más dependientes de las máquinas para hablar y 
para pensar, del mismo modo que ya somos dependientes de las máquinas 
para trasladarnos.
Semejante transformación del entorno, de bien común a riqueza 
productiva, constituye la forma básica de la degradación ambiental. Esta 
degradación tiene una larga historia, que coincide con la historia del 
capitalismo pero que de ningún modo puede reducirse a ella. Por 
desgracia, la importancia de esta transformación ha sido ignorada o 
minimizada por la ecología política hasta el día de hoy. Es necesario 
que se la reconozca si pretendemos organizar movimientos para la defensa 
de aquello que aún queda de los bienes comunales. Esta defensa 
constituye la tarea pública crucial para la acción política durante la 
presente década. Tal tarea debe emprenderse urgentemente, puesto que los 
bienes comunales pueden existir sin policía, pero las riquezas naturales 
no. Así como sucede con el tránsito, las computadoras requieren 
policías, en cada vez más cantidad y de formas cada vez más sutiles.
Por definición, las riquezas requieren de la policía para su defensa. 
Una vez que están defendidas, su recuperación como bienes comunales se 
toma cada vez más y más difícil. Esta es una razón especial para tal 
urgencia.
Ivan Illich
* Resumen de una conferencia ofrecida en Tokio durante el Simposio "La 
Ciencia y el Hombre" en 1982. Traducción de Angello Ponziano.
Fuente: Revista Mutantia, Número 21, enero de 1985
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