*La ideología social del automóvil
*
*El mayor defecto de los automóviles es que son como castillos o fincas 
a orillas del mar: bienes de lujo inventados para el placer exclusivo de 
una minoría muy rica, y que nunca estuvieron, en su concepción y 
naturaleza, destinados al pueblo. *
A diferencia de la aspiradora, la radio o la bicicleta, que conservan su 
valor de uso aun cuando todo el mundo posee una, el automóvil, como la 
finca a orillas del mar, no tiene ningún interés ni ofrece ningún 
beneficio salvo en la medida en que la masa no puede poseer uno. Así, 
tanto en su concepción como en su propósito original, el auto es un bien 
de lujo. Y el lujo, por definición, no se democratiza: si todo el mundo 
tiene acceso al lujo, nadie le saca provecho; por el contrario, todo el 
mundo estafa, usurpa y despoja a los otros y es estafado, usurpado y 
despojado por ellos.
Resulta bastante común admitir esto cuando se trata de fincas a la 
orilla del mar. Ningún demagogo ha osado todavía pretender que la 
democratización del derecho a las vacaciones supondría una finca con 
playa privada por cada familia francesa. Todos entienden que, si cada 
una de los trece o catorce millones de familias hiciera uso de diez 
metros de costa, se necesitarían 140,000 kilómetros de playa para que 
todo el mundo se diera por bien servido. Dar a cada quien su porción 
implicaría recortar las playas en tiras tan pequeñas --o acomodar las 
fincas tan cerca unas de otras-- que su valor de uso se volvería nulo y 
desaparecería cualquier tipo de ventaja que pudieran tener sobre un 
complejo hotelero. En suma, la democratización del acceso a las playas 
no admite más que una solución: la solución colectivista. Y esta 
solución entra necesariamente en conflicto con el lujo de la playa 
privada, privilegio del que una pequeña minoría se apodera a expensas 
del resto.
Ahora bien, ¿por qué aquello que parece evidente en el caso de las 
playas no lo es en el caso de los transportes? Un automóvil, al igual 
que una finca con playa, ¿no ocupa acaso un espacio que escasea? ¿Acaso 
no priva a los otros que utilizan las calles (peatones, ciclistas, 
usuarios de tranvías o autobuses)? ¿No pierde acaso todo su valor de uso 
cuando todo el mundo utiliza el suyo? Y a pesar de esto hay muchos 
demagogos que afirman que cada familia tiene derecho a, por lo menos, un 
coche, y que recae en el "Estado" del que forma parte la responsabilidad 
de que todos puedan estacionarse cómodamente y circular a ciento 
cincuenta kilómetros por hora por las carreteras.
La monstruosidad de esta demagogia salta a la vista y, sin embargo, ni 
siquiera la izquierda la rechaza. ¿Por qué se trata al automóvil como 
vaca sagrada? ¿Por qué, a diferencia de otros bienes "privativos", no se 
le reconoce como un lujo antisocial? La respuesta debe buscarse en los 
siguientes dos aspectos del automovilismo.
1. El automovilismo de masa materializa un triunfo absoluto de la 
ideología burguesa al nivel de la práctica cotidiana: funda y sustenta, 
en cada quien, la creencia ilusoria de que cada individuo puede 
prevalecer y beneficiarse a expensas de todos los demás. El egoísmo 
agresivo y cruel del conductor que, a cada minuto, asesina 
simbólicamente a "los demás", a quienes ya no percibe más que como 
estorbos materiales y obstáculos que se interponen a su propia 
velocidad, ese egoísmo agresivo y competitivo es el advenimiento, 
gracias al automovilismo cotidiano, de una conducta universalmente 
burguesa. [...]
2. El automovilismo ofrece el ejemplo contradictorio de un objeto de 
lujo desvalorizado por su propia difusión. Pero esta desvalorización 
práctica aún no ha causado su desvalorización ideológica: el mito del 
atractivo y las ventajas del auto persiste mientras que los transportes 
colectivos, si se expandieran, pondrían en evidencia una estridente 
superioridad. La persistencia de este mito se explica con facilidad: la 
generalización del automóvil individual ha excluido a los transportes 
colectivos, modificado el urbanismo y el hábitat y transferido al 
automóvil funciones que su propia difusión ha vuelto necesarias. Hará 
falta una revolución ideológica ("cultural") para romper el círculo. 
Obviamente no debe esperarse que sea la clase dominante (de derecha o de 
izquierda) la que lo haga.
Observemos estos dos puntos con detenimiento.
Cuando se inventó el automóvil, este debía procurar a unos cuantos 
burgueses muy ricos un privilegio absolutamente inédito: el de circular 
mucho más rápido que los demás. Nadie hubiera podido imaginar eso hasta 
ese momento. La velocidad de todas las diligencias era esencialmente la 
misma, tanto para los ricos como para los pobres. La carreta del rico no 
iba más rápido que la del campesino, y los trenes transportaban a todo 
el mundo a la misma velocidad (no adoptaron velocidades distintas sino 
hasta que empezaron a competir con el automóvil y el avión). No había, 
hasta el cambio de siglo, una velocidad de desplazamiento para la élite 
y otra para el pueblo. El auto cambiaría esto: por primera vez extendía 
la diferencia de clases a la velocidad y al medio de transporte.
Este medio de transporte pareció en un principio inaccesible para la 
masa --era muy diferente de los medios ordinarios. No había comparación 
entre el automóvil y todo el resto: la carreta, el ferrocarril, la 
bicicleta o el carro tirado por caballos. Seres excepcionales se 
paseaban a bordo de un vehículo remolcado que pesaba por lo menos una 
tonelada y cuyos órganos mecánicos extremadamente complicados eran muy 
misteriosos y se ocultaban de nuestro campo de visión. Pues un aspecto 
importante del mito del automóvil es que por primera vez la gente 
montaba vehículos privados cuyos sistemas operativos le eran totalmente 
desconocidos y cuyo mantenimiento y alimentación había que confiar a 
especialistas.
La paradoja del automóvil estribaba en que parecía conferir a sus dueños 
una independencia sin límites, al permitirles desplazarse de acuerdo con 
la hora y los itinerarios de su elección y a una velocidad igual o 
superior que la del ferrocarril. Pero, en realidad, esta aparente 
autonomía tenía como contraparte una dependencia extrema.
A diferencia del jinete, el carretero o el ciclista, el automovilista 
dependería de comerciantes y especialistas de la carburación, la 
lubrificación, el encendido y el intercambio de piezas estándar para 
alimentar el coche o reparar la menor avería. Al revés de los dueños 
anteriores de medios de locomoción, el automovilista establecería un 
vínculo de usuario y consumidor --y no de poseedor o maestro-- con el 
vehículo del que era dueño. Dicho de otro modo, este vehículo lo 
obligaría a consumir y utilizar una cantidad de servicios comerciales y 
productos industriales que sólo terceros podrían procurarle. La aparente 
autonomía del propietario de un automóvil escondía una dependencia enorme.
Los magnates del petróleo fueron los primeros en darse cuenta del 
partido que se le podría sacar a una gran difusión del automóvil. Si se 
convencía al pueblo de circular en un auto a motor, se le podría vender 
la energía necesaria para su propulsión. Por primera vez en la historia 
los hombres dependerían, para su locomoción, de una fuente de energía 
comercial. Habría tantos clientes de la industria petrolera como 
automovilistas --y como por cada automovilista habría una familia, el 
pueblo entero sería cliente de los petroleros. La situación soñada por 
todo capitalista estaba a punto de convertirse en realidad: todos 
dependerían, para satisfacer sus necesidades cotidianas, de una 
mercancía cuyo monopolio sustentaría una sola industria.
Lo único que hacía falta era lograr que la población manejara 
automóviles. Apenas sería necesaria una poca de persuasión. Bastaría con 
bajar el precio del auto mediante la producción en masa y el montaje en 
cadena. La gente se apresuraría a comprar uno. Tanto se apresuró la 
gente que no se dio cuenta de que se le estaba manipulando. ¿Qué le 
prometía la industria automóvil? Esto: /"Usted también, a partir de 
ahora, tendrá el privilegio de circular, como los ricos y los burgueses, 
más rápido que todo el mundo. En la sociedad del automóvil el privilegio 
de la élite está a su disposición."/
La gente se lanzó a comprar coches hasta que, al ver que la clase obrera 
también tenía acceso a ellos, advirtió con frustración que se le había 
engañado. Se le había prometido, a esta gente, un privilegio propio de 
la burguesía; esta gente se había endeudado y ahora resultaba que todo 
el mundo tenía acceso a los coches a un mismo tiempo. ¿Pero qué es un 
privilegio si todo el mundo tiene acceso a él? Es una trampa para 
tontos. Peor aún: pone a todos contra todos. Es una parálisis general 
causada por una riña general. Pues, cuando todo el mundo pretende 
circular a la velocidad privilegiada de los burgueses, el resultado es 
que todo se detiene y la velocidad del tráfico en la ciudad cae, tanto 
en Boston como en París, en Roma como en Londres, por debajo de la 
velocidad de la carroza; y en horas pico la velocidad promedio en las 
carreteras está por debajo de la velocidad de un ciclista.
Nada sirve. Ya se ha intentado todo. Cualquier medida termina empeorando 
la situación. Tanto si se aumentan las vías rápidas como si se 
incrementan las vías circulares o transversales, el número de carriles y 
los peajes, el resultado es siempre el mismo: cuantas más vías se ponen 
en funcionamiento, más coches las obstruyen y más paralizante se vuelve 
la congestión de la circulación urbana. Mientras haya ciudades, el 
problema seguirá sin tener solución. Por más ancha y rápida que sea una 
carretera, la velocidad con que los vehículos deban dejarla atrás para 
entrar en la ciudad no podrá ser mayor que la velocidad promedio de las 
calles de la ciudad. Puesto que en París esta velocidad es de diez a 
veinte kilómetros por hora según qué hora sea, no se podrá salir de las 
carreteras a más de diez o veinte kilómetros por hora.
Esto ocurre en todas las ciudades. Es imposible circular a más de un 
promedio de veinte kilómetros por hora en el entramado de calles, 
avenidas y bulevares entrecruzados que caracterizan a las ciudades 
tradicionales. La introducción de vehículos más rápidos irrumpe 
inevitablemente con el tráfico de una ciudad y causa embotellamientos y, 
finalmente, una parálisis absoluta.
Si el automóvil tiene que prevalecer, no queda más que una solución: 
suprimir las ciudades, es decir, expandirlas a lo largo de cientos de 
kilómetros, de vías monumentales, expandirlas a las afueras. Esto es lo 
que se ha hecho en Estados Unidos. Iván Illich resume el resultado en 
estas cifras estremecedoras:/"El estadounidense tipo dedica más de 1,500 
horas por año (es decir, 30 horas por semana, o cuatro horas por día, 
domingo incluido) a su coche: esto comprende las horas que pasa frente 
al volante, en marcha o detenido, las horas necesarias de trabajo para 
pagarlo y para pagar la gasolina, los neumáticos, los peajes, el seguro, 
las infracciones y los impuestos [...] Este estadounidense necesita 
entonces 1,500 horas para recorrer (en un año) 10,000 kilómetros. Seis 
kilómetros le toman una hora. En los países que no cuentan con una 
industria de transportes, las personas se desplazan exactamente a esa 
velocidad caminando, con la ventaja adicional de que pueden ir adonde 
sea y no sólo a lo largo de calles de asfalto."/
Es cierto, añade Illich, que en los países no industrializados los 
desplazamientos no absorben más que de dos a ocho por ciento del tiempo 
social (lo cual corresponde a entre dos y seis horas por semana). 
Conclusión: el hombre que se desplaza a pie cubre tantos kilómetros en 
una hora dedicada al transporte como el hombre motorizado, pero dedica 
de cinco a seis veces menos de tiempo que este último. Moraleja: cuanto 
más difunde una sociedad estos vehículos rápidos, más tiempo dedican y 
pierden las personas en desplazarse. Pura matemática.
¿La razón? Acabamos de verla. Las ciudades y los pueblos se han 
convertido en infinitos suburbios de carretera, ya que esta era la única 
manera de evitar la congestión vehicular de los centros habitacionales. 
Pero esta solución tiene un reverso evidente: las personas pueden 
circular cómodamente sólo porque están lejos de todo. Para hacer un 
espacio al automóvil se han multiplicado las distancias. Se vive lejos 
del lugar de trabajo, lejos de la escuela, lejos del supermercado --lo 
cual exige un segundo automóvil para que "el ama de casa" pueda hacer 
las compras y llevar a los niños a la escuela. ¿Salir a pasear? Ni 
hablar. ¿Tener amigos? Para eso se tienen vecinos. El auto, a fin de 
cuentas, hace perder más tiempo que el que logra economizar y crea más 
distancias que las que consigue sortear.
Por supuesto, puede uno ir al trabajo a cien kilómetros por hora. Pero 
esto es gracias a que uno vive a cincuenta kilómetros del trabajo y 
acepta perder media hora recorriendo los últimos diez. En pocas 
palabras: /"Las personas trabajan durante una buena parte del día para 
pagar los desplazamientos necesarios para ir al trabajo"/ (Iván Illich).
Quizás esté pensando:/"Al menos de esa manera puede uno escapar del 
infierno de la ciudad una vez que se acaba la jornada de trabajo."/ "La 
ciudad" es percibida como "el infierno"; no se piensa más que en 
evadirla o en irse a vivir a la provincia mientras que, por generaciones 
enteras, la gran ciudad, objeto de fascinación, era el único lugar donde 
valía la pena vivir. ¿A qué se debe este giro? A una sola causa: el 
automóvil ha vuelto inhabitable la gran ciudad. La ha vuelto fétida, 
ruidosa, asfixiante, polvorienta, atascada al grado de que la gente ya 
no tiene ganas de salir por la noche. Puesto que los coches han matado a 
la ciudad, son necesarios coches aun más rápidos para escaparse hacia 
suburbios lejanos. Impecable circularidad: dennos más automóviles para 
huir de los estragos causados por los automóviles.
De objeto de lujo y símbolo de privilegio, el automóvil ha pasado a ser 
una necesidad vital. Hay que tener uno para poder huir del infierno 
citadino del automóvil. La industria capitalista ha ganado la partida: 
lo superfluo se ha vuelto necesario. Ya no hace falta convencer a la 
gente de que necesita un coche. Es un hecho incuestionable. Pueden 
surgir otras dudas cuando se observa la evasión motorizada a lo largo de 
los ejes de huida. Entre las ocho y las 9:30 de la mañana, entre las 
5:30 y las siete de la tarde, los fines de semana, durante cinco o seis 
horas, los medios de evasión se extienden en procesiones a vuelta de 
rueda, a la velocidad (en el mejor de los casos) de un ciclista y en 
medio de una nube de gasolina con plomo. ¿Qué permanece de los 
beneficios del coche? ¿Qué queda cuando, inevitablemente, la velocidad 
máxima de la ruta se reduce a la del coche más lento?
Está bien: tras haber matado a la ciudad, el automóvil está matando al 
automóvil. Después de haber prometido a todo el mundo que iría más 
rápido, la industria automóvil desemboca en un resultado previsible. 
Todo el mundo debe ir más lento que el más lento de todos, a una 
velocidad determinada por las simples leyes de la dinámica de fluidos. 
Peor aún: tras haberse inventado para permitir a su dueño ir adonde 
quiera, a la hora y a la velocidad que quiera, el automóvil se vuelve, 
de entre todos los vehículos, el más esclavizante, aleatorio, 
imprevisible e incómodo.
Aun cuando se prevea un margen extravagante de tiempo para salir, nunca 
puede saberse cuándo se encontrará uno con un embotellamiento. Se está 
tan inexorablemente pegado a la ruta (a la carretera) como el tren a sus 
vías. No puede uno detenerse impulsivamente y, al igual que en el tren, 
debe uno viajar a una velocidad decidida por alguien más. En suma, el 
coche no posee ninguna de las ventajas del tren pero sí todas sus 
desventajas, más algunas propias: vibración, espacio reducido, peligro 
de choque, el esfuerzo necesario para manejarlo.
Y sin embargo, dirá usted, la gente no utiliza el tren. ¡Pues claro! 
¿Cómo podría utilizarlo? ¿Ha intentado usted ir de Boston a Nueva York 
en tren? ¿O de Ivry a Tréport? ¿O de Garches a Fontainebleau? ¿O de 
Colombes a L'Isle-Adam? ¿Ha intentado usted viajar, en verano, el sábado 
o el domingo? Pues bien, ¡hágalo! ¡Buena suerte! Podrá entonces 
constatar que el capitalismo-automóvil lo ha previsto todo: en el 
instante en que el coche estaba por matar al coche, hizo desaparecer las 
soluciones de repuesto. Así, el coche se volvió obligatorio.
El Estado capitalista primero dejó que se degradaran y luego que se 
suprimieran las conexiones ferroviarias entre las ciudades y sus 
alrededores. Sólo se mantuvieron las conexiones interurbanas de gran 
velocidad que compiten con los transportes aéreos por su clientela 
burguesa. El tren aéreo, que hubiera podido acercar las costas normandas 
o los lagos de Morvan a los parisinos que gustan de irse de día de 
campo, no servirá más que para ganar quince minutos entre París y 
Pontoise y depositar en sus estaciones a más viajeros saturados de 
velocidad que los que los transportes urbanos podrían trasladar. ¡Eso sí 
que es progreso!
La verdad es que nadie tiene alternativa. No se es libre de tener o no 
un automóvil porque el universo suburbano está diseñado en función del 
coche y, cada vez más, también el universo urbano. Por ello, la solución 
revolucionaria ideal que consiste en eliminar el automóvil en beneficio 
de la bicicleta, el tranvía, el autobús o el taxi sin chofer ni siquiera 
es viable en las ciudades suburbanas como Los Ángeles, Detroit, Houston, 
Trappes o incluso Bruselas, construidas por y para el automóvil. Estas 
ciudades escindidas se extienden a lo largo de calles vacías en las que 
se alinean pabellones idénticos entre sí y donde el paisaje (el 
desierto) urbano significa:/"Estas calles están hechas para conducir tan 
rápido como se pueda del trabajo a la casa y viceversa. Se pasa por aquí 
pero no se vive aquí. Al final del día de trabajo todos deben quedarse 
en casa, y quien se encuentre en la calle después de que caiga la noche 
será considerado sospechoso."/ En algunas ciudades estadounidenses el 
acto de pasearse a pie de noche es considerado un delito.
Entonces, ¿hemos perdido la partida? No, pero la alternativa al 
automóvil deberá ser global. Para que la gente pueda renunciar a sus 
automóviles, no basta con ofrecerle medios de transporte colectivo más 
cómodos. Es necesario que la gente pueda prescindir del transporte al 
sentirse como en casa en sus barrios, dentro de su comunidad, dentro de 
su ciudad a escala humana y al disfrutar ir a pie de su trabajo a su 
domicilio --a pie o en bicicleta. Ningún medio de transporte rápido y de 
evasión compensará jamás el malestar de vivir en una ciudad inhabitable, 
de no estar en casa en ningún lugar, de pasar por allí sólo para 
trabajar o, por el contrario, para aislarse y dormir.
/"La gente /--escribe Illich--/romperá las cadenas del transporte 
todopoderoso cuando vuelva a amar como un territorio suyo a su propia 
cuadra, y cuando dude acerca de alejarse muy a menudo."/ Pero 
precisamente para poder amar el "territorio" será necesario que este sea 
habitable y no circulable, que el barrio o la comunidad vuelvan a ser el 
microcosmos, diseñado a partir y en función de todas las actividades 
humanas, en que la gente trabaja, vive, se relaja, aprende, comunica, y 
que maneja en conjunto como el lugar de su vida en común. Cuando alguien 
le preguntó cómo la gente pasaría su tiempo después de la revolución, 
cuando el derroche capitalista fuera abolido, Marcuse 
respondió:/"Destruiremos las grandes ciudades y construiremos una 
nuevas. Eso nos mantendrá ocupados por un tiempo."/
Estas nuevas ciudades serán federaciones o comunidades (o vecindades) 
rodeadas de cinturones verdes cuyos ciudadanos --y especialmente los 
escolares-- pasarán varias horas por semana cultivando productos frescos 
necesarios para sobrevivir. Para sus desplazamientos cotidianos 
dispondrán de una completa gama de medios de transporte adaptados a una 
ciudad mediana: bicicletas municipales, tranvías o trolebuses, taxis 
eléctricos sin chofer. Para viajes más largos al campo, así como para 
transportar a sus huéspedes, un conjunto de coches estará disponible en 
los estacionamientos del barrio. El automóvil habrá dejado de ser una 
necesidad. Todo cambiará. El mundo, la vida, la gente. Y esto no habrá 
ocurrido por arte de magia.
Mientras tanto, ¿qué se puede hacer para llegar a eso? Antes que nada, 
no plantear jamás el problema del transporte de manera aislada, siempre 
vincularlo al problema de la ciudad, de la división social del trabajo y 
de la compartimentación que esta ha introducido entre las diferentes 
dimensiones de la existencia. Un lugar para trabajar, otro para vivir, 
otro para abastecerse, otro para aprender, un último lugar para divertirse.
El agenciamiento del espacio continúa la desintegración del hombre 
empezada por la división del trabajo en la fábrica. Corta al individuo 
en rodajas, corta su tiempo, su vida, en rebanadas separadas para que en 
cada una sea un consumidor pasivo a merced de los comerciantes, para que 
de este modo nunca se le ocurra que el trabajo, la cultura, la 
comunicación, el placer, la satisfacción de las necesidades y la vida 
personal puedan y deban ser una sola y misma cosa: una vida unificada, 
sostenida por el tejido social de la comunidad.
André Gorz
Traducción de María Lebedev.
publicado en Le Sauvage, 1973.
fuente 
www.letraslibres.com/index.php?art=14232 
<
http://www.letraslibres.com/index.php?art=14232>
texto en PDF 
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